Cuando me caigo necesito mi espacio, me aíslo por completo y después aparezco.
Algunos me dicen que es un error, que el mundo no deja de seguir girando porque yo no lo quiera ver. Pero esta es mi forma de vivir los procesos: por más que lastime, elijo siempre darme la cara contra la realidad.
Cuando algo me duele, para mí no existen distracciones. No existe no pensar, no existe esquivar el problema.
Pero también me gusta conocer mis límites, saber hasta dónde es sano el encierro: hasta dónde lo necesito y hasta dónde deja de ser bueno.
Elijo curarme por dentro para salir pronta a llevarme el mundo por delante, porque soy de esas personas que una vez que empieza ya no quiere parar. Elijo vivir el proceso desde adentro y, mientras tanto, rodearme solo de personas que sumen, que me escuchen, que tengan un buen consejo. Elijo permitirme absolutamente todo: desde llorar, hasta reír como si nada pasara e, incluso, romper mis propias reglas. Elijo compartir solamente cuando siento que ya estoy pronta para soltar y sanar.
Como en todo, trato de juzgarme cada día menos, de ser la primera en entenderme, de permitirme vivir el proceso.
Porque creo que no existen recetas, que en algunas cosas no existen formas de llevarlo bien o mal.
Existe elegir cómo atravesar el momento, existe elegir si soltar todo lo que sentimos o guardarlo bien adentro.
También creo que existen personas que, sin saberlo, curan muchísimo, así como así como también hay infinitas formas de recibir cariño para sentir que el tiempo pasa más rápido.
Y, sobre todo, sospecho que lo que más existe es una fuerza interior que, aunque creamos que no, siempre encuentra maneras de sorprendernos.
Pero hay algo de lo que estoy segura y es que no existe una forma correcta de vivir los procesos, ya que cada uno los vive como le sale vivirlos.