Algo en lo que seguro todos mis amigos y conocidos pueden coincidir es en que soy la persona más desastrosa del mundo a la hora de responder mensajes. Un “mal hábito” que he intentado cambiar mucho durante los últimos meses, pero con el que admito que todavía me cuesta lidiar.

Por más que sea un tema que parezca tonto, el lugar que ocupa la tecnología en nuestra vida, es algo que me agobia y me desespera tanto que a veces me gustaría que no existiera más. Porque nada, pero nada, en esta vida me estresa y hace sentir tan prisionera de algo como el celular. 

Llegamos a un punto en el que nos parece normal contarnos nuestra vida a través de una pantalla, incluso a nuestros propios amigos, padres y hasta parejas. Vivimos atados a un compromiso de tener que estar conectados siempre a una máquina y, como si eso fuera poco, a disposición de los demás. Tenemos una plataforma confusa, donde recibimos en el mismo lugar un mensaje importantísimo de trabajo a la vez que hablamos con nuestra familia de temas de la cotidianeidad. Ya no hay límite de horas, de espacio ni de tiempo, estamos conectados todo el día y escapar de eso se hace cada vez más difícil; incluso para algunos ya nos es imposible hacerlo si pretendemos mantener una vida normal.

Lo dije mil veces y por lastima cada vez me convenzo más de que es así: si pudiera eliminar para siempre algo de mi vida, definitivamente sería el celular. Porque me quita mucho más de lo que me da. Porque como seres humanos hicimos algo de lo cual nunca entendimos la verdadera función, un objeto que empezó siendo una herramienta para resolver situaciones y evitar largas esperas de tiempo entre conversaciones, pero que hoy nos domina la vida de una forma que realmente nos tendría que preocupar. 

A veces pienso en que si pudiera ver desde una cámara mi forma de actuar durante todo un día, me asustaría muchísimo de la adicción y compromiso que nos genera el celular. Desde cuando vemos una película hasta cuando vamos al baño, chequear si hay algo nuevo en la pantalla es un hábito que poco a poco ya no sabemos controlar. Las vacaciones reales ya no existen, el tiempo en pareja tampoco y mucho menos la tranquilidad de verdad. Nos equivocamos tanto que la oficina nos sigue a casa y los intereses de nuestro de tiempo libre se vienen con nosotros a trabajar.

En mi caso, confieso que el celular me agobia, me estresa y a la vez me parece algo cada vez más difícil de evitar. Pero por suerte algo que creo que me define desde hace ya unos años es la constante búsqueda de equilibrio, y así es como poco a poco aprendí a encontrarle el lado positivo a este aparato que, si quiero seguir siendo parte de este mundo (en el que todo se resuelve por ahí), estoy obligada a usar. 

A pesar de mis malos dotes para la fotografía, en el encontré una herramienta para registrar los momentos más lindos de mi vida y una forma de comunicarme con esos amigos que están lejos y con lo que, de otra forma, durante meses no podría hablar. En el también paso horas escuchando música, que es lo que me hace más feliz en el mundo y escribo textos para mi misma cuando estoy en la calle y tengo un pensamiento que quiero guardar. También comparto imagenes y cosas que me gustan con los que deciden estar del otro lado en las redes sociales, aunque admito no ser fanática de sentarme a ver qué hacen los demás. Y entendí que además de todas esas cosas que me gustan, también es mi herramienta de trabajo y, lo quiera o no, lo va a ser por muchísimos años más. 

Como digo para muchas otras cosas, creo que en esto también soy más a la antigua y por eso soy la primera en responder un mensaje de cualquier amigo que precisa ayuda o que propone una juntada y la última en escuchar un audio de dos minutos de algún amigo que vive cerca contándome alguna novedad. Porque la verdad es que no lo entiendo y acceder a pasar mi vida atada a la tecnología es algo que me genera pánico. 

Me cansa sentir la presión de que por tener ese aparato la gente crea que tengo que estar obligada a contestar siempre a los demás. Pero aprendí a darle su espacio y si hay algo que me prometí a mi misma fue ser muy exigente con eso. Al día de hoy me doy el lujo de apagarlo por completo al menos una hora al día y pongo los mensajes completamente en silencio unas tres horas más. Obviamente es algo que me ha generado conflictos porque no siempre es bien recibido por los demás, pero al fin y al cabo tenemos que poder volver a ser dueños de nuestra vida y decidir qué lugar le damos a cada cosa en nuestra rutina.

A pesar del acceso que tenemos hoy a la comunicación, sigo convencida de que hay cosas que nunca van a ser sanas cambiar. Soy fanática de los planes espontáneos con amigos, de los cafés para ponernos al día y de los almuerzos de charla en cualquier lugar. Porque entiendo que los afectos y las relaciones son todo y nada ni nadie que ocupe un lugar así en nuestra vida merece saber de nosotros a través de la pantalla de un celular. Creo en las reuniones de trabajo por mas cortas que sean y en las buenas ideas que surgen cuando las conversaciones son reales, porque es ahí donde aparece la creatividad. 

Nacida en la época equivocada probablemente o demasiado acostumbrada a cuestionarme la forma en que llevo mi vida y cómo me vinculo con los demás. Ni egoísta, ni superada ni mala por no contestar. Dueña de mi tiempo, fanática de las relaciones reales y en contra de la obligación de estar siempre a disposición de algo que nunca voy a poder controlar. 

Cuando quieran hablar con alguien que quieren de verdad, no pierdan tiempo contándoles lo que les pasa desde esa comodidad. Escríbanle para juntarse; llenense de miradas, de risas y de los gestos básicos de la cotidianeidad, valoren lo increíble de poder descifrar a los demás sin siquiera hablar. Les prometo que todo lo lindo que encuentren en ese ratito juntos no se puede encontrar en la pantalla de ningún celular.