Creo que todo en la vida pasa por algo y que por eso algunas personas llegan, al igual que de la misma forma por algo se van.
Pero soltar es difícil. Y cuanto más difícil cuando se trata de una pareja: ese alguien que elegimos y que sentimos que de alguna forma nos hace mejor que nadie más.
Puede sonar cursi. Pero no es fácil asumir que de un día para el otro nuestro cómplice en todo deja de serlo para terminar siendo, en cuestión de unos meses, un extraño más. No es fácil aprender a dejar atrás tanto afecto, seguramente unas cuantas risas y las mil cosas vividas juntos cuando una relación se termina. No es fácil empezar un proceso que duele y que inquieta no saber cuánto tiempo va a durar.
Tampoco es fácil convencerse, al principio, de que algún día todo ese dolor va a pasar.
A todo esto a veces se le suma la presión social. Ese miedo a confesar que, a pesar de lo sea que haya pasado, se trata de una persona a la que extrañás.
Y sí, también es lógico cuestionarse si todo ese tiempo compartido, que ahora queda en la nada, no fue tiempo perdido. Pero el único tiempo perdido es ese que no tiene nada para enseñar.
Al principio se siente imposible. Pero no difícil, imposible de verdad. Como si no se pudiera volver a ser feliz con la misma intensidad o incluso que va a ser difícil volver a amar.
Pero como dije antes: así como hay cosas que llegan para irse, algunas se van para que vengan otras en su lugar. Y no me refiero a tapar el dolor, porque el vacío que deja un corazón roto no se puede llenar.
Y es que justamente no se trata de eso. No hay nada positivo ni sano en intentar “sacar un clavo con otro clavo”. Lo que precisamos es sacar ese clavo, con el tiempo, la dedicación y la fuerza que sea necesario, y en otro lugar de nuestra “pared” empezar a clavar de nuevo: algo que nos ocupe energía, que nos haga sentir bien y que estemos decididos a clavar.
Un clavo distinto, que a veces viene para quedarse un tiempo y otras toda la eternidad, pero que siempre llega para enseñar.
Un clavo que viene en mil formas: puede tratarse de otra persona, de nuevos hobbies, distintas amistades o hasta de una nueva forma de pensar.
Hay que aprender que los dolores no se cambian por alegrías y que los corazones rotos no se curan porque venga una distracción a tapar eso que nos hace mal. La magia está justamente en la suma de todas esas cosas: en poder mirar nuestra pared, con todos los clavos que quedaron bien puestos y valorar todos los agujeros que tuvimos que hacer antes para entender cuál era el mejor lugar.
Sanar lleva tiempo. Pero aprendí que el tiempo adecuado es el que cada uno entienda necesario y de la forma en que cada uno lo quiera llevar: saliendo absolutamente todas las noches o quedándonos en casa llorando y viendo cosas que nos hagan acordar; no existe una manera correcta de sanar.
A veces se trata de darnos la cara contra el dolor, otras veces de escaparle de todas las formas posibles para enfrentarlo cuando nuestra cabeza esté preparada para hacerlo.
Sea la que sea, la valentía está en aceptar que siempre se puede empezar de nuevo y no en la forma en que logramos llegar. Porque desde afuera todo parece más fácil y desde adentro mata la incertidumbre y el cansancio de no saber cuántas lágrimas más nos quedan por llorar.
Perder a un amor, de la forma que sea, duele. Y mucho. No se trata de intentar sufrir lo menos posible, sino que de asumir de una vez por todas que no está mal estar mal.
Porque cuando realmente lo buscamos, todo llega. Y así como vino ese dolor, en algún momento se va.