Alguna vez me dijeron que cuando estuviera mal pidiera ayuda, pero la verdad es que pocas cosas son tan difíciles cómo pedir ayuda cuando uno realmente está mal.

Si bien a muchas personas les funciona distraerse con planes cuando se sienten así, mi forma de transitar las cosas difíciles es quedándome en casa. Y aunque sé que eso a veces me hace sentir mejor, el necesitar mi espacio me significó otros desafíos como faltar a eventos, detener mi crecimiento laboral e incluso perder amigos. 

Obviamente hay días en que eso me duele tremendamente, pero también hay otros en los que sé que tenerme como prioridad me obliga a perdonarme por no haber estado para los demás cuando no podía ni estar conmigo misma. 

Me perdono porque estar bien con uno mismo es el primer paso para sanar. Me perdono porque en alguna cosa yo también necesito un lugar por el cual desbordar. Pero, principalmente, me perdono porque de esa forma me permito aceptar que a veces yo tampoco puedo con todo. Y creo que, en el fondo, ignorar eso es nuestro mayor obstáculo para salir adelante.

Tal vez esta forma de ver las cosas sea fruto de mi sensibilidad, pero la realidad es que en el último tiempo pude comprobar que como sociedad estamos lejísimos de saber hablar de salud mental. Y me incluyo.

Porque estamos lejos cuando pensamos que compartir un posteo ajeno durante el Día para la Prevención del Suicido es todo lo que podemos ofrecer. Estamos lejos cuando nos enojamos con ese amigo que se aleja porque no puede con su vida o porque está en un camino que no sabe que por dentro le hace mal. 

Estamos lejos cuando creemos que alguien está bien por lo que muestra en una red social. Estamos lejos cuando pensamos que los cambios en el aspecto físico son la única forma de detectar cuando alguien de nuestro entorno no está pasando bien. Estamos lejos cuando juzgamos, opinamos y señalamos. Y una vez más, me incluyo.

Pero la verdadera distancia está cuando asumimos que quien no pidió ayuda es porque no sabía donde encontrarla, porque a veces directamente uno ni siquiera puede admitirse a sí mismo que está mal. No quiere ponerlo en palabras, no quiere exteriorizarlo porque siente que de esa forma se hace todavía más real. A veces se juntan tantas cosas que sentimos que la única salida es encerrarnos. Y pedir ayuda no es fácil.

Por eso, cuando nos sentimos bien, la forma de hacer nuestra parte es tomar como punto de partida que tal vez hay algo que no estamos viendo desde nuestro lugar.

Creo que es momento de obligarnos a ser más empáticos y, sobre todo, más atentos a lo que puedan sentir los demás. Revisemos cómo está ese amigo del que hace tiempo no sabemos nada, juntémonos a charlar más allá de las reuniones de grupos grandes, preguntemos cómo está aquel tema que afectaba a alguien de nuestro entorno. 

Escribamonos, veámonos, hagamos esa llamada. La forma da igual. 

Lo que creo que no puede seguir dándonos igual es saber que, en el fondo, todos estamos un poquito rotos y viendo cómo esconder esa parte de nosotros a los demás.