Si tuviera que decir algo que me define, hablaría de que soy de las personas que se ponen más metas de las que pueden alcanzar en la vida. Pero en particular, siempre me imaginé cómo sería cuando tuviera veinticinco años. No se porque pero esa fue siempre la edad que sentí que marcaría un antes y un después para mí; seguramente tenga que ver con que es cuando más o menos se casaba la gente hace unos años y a veces tengo mis sospechas de si no nací en la época incorrecta.

A partir de eso es que una cosa de la que siempre estuve segura era de que a los veinticinco ya no iba a estar viviendo en lo de mis padres y que iba a tener una relación más que estable, porque eso y tener hijos fueron mis sueños desde que tengo memoria; y sabía que iba a esforzarme lo que fuera necesario para llegar a lo que quería. Empezar a trabajar apenas terminé el colegio, ser clara en cada relación acerca de que buscaba algo serio desde el primer día y dar todo lo mejor de mi para cuidar como a nadie a quien decidiera ser mi compañero de vida; cada esfuerzo que hice tuvo siempre que ver con esas metas que fueron lo que me movió desde que era chiquita.

Es por eso que, sin vergüenza alguna, toda mi vida admití ser una “Susanita”*, porque tengo claro que en el fondo es el camino que elegí y no me parece que tenga nada de malo. Independizarme, encontrar a alguien que quiera hacer su vida conmigo y ser madre; todo joven para poder disfrutar de cada una de esas cosas al máximo. Tenía más que claro que esos eran mis deseos más grandes y, a pesar de ir contra la corriente, nunca me importó admitirlo. Porque al final lo que a uno le hace feliz no está bien o mal, es lo que siente y punto. Por mi parte, celebro como nada que otros encuentren su felicidad en un camino distinto al mío y gracias a eso casi siempre pude recibir el mismo respeto desde el otro lado.

Pero así como quien no se da cuenta, a pocos meses del duelo más duro de mi vida y en el medio de una ruptura amorosa que me dio vuelta el mundo, llegaron esos veinticinco sin dejarme prepararme siquiera un poco para lo que era mi realidad. Como quien te agarra desprevenido y te dice “te paso a buscar en 5” cuando ni siquiera terminaste de despertarte; no hay nada más incómodo que no sentirse preparado. Y fue así que me tocó enfrentar esa tan esperada edad con la que había soñado desde siempre: perdida como nunca y sin ninguna de estas aspiraciones siquiera cerca de cumplirse.

Opuestamente a todo lo que había imaginado, los veinticinco me recibieron en un restaurante con música y amigos, porque la angustia de asumir que hace apenas unos días había perdido la relación más importante de mi vida me hacían necesitar alguna distracción de la realidad que estoy atravesando. Después de eso me fui a mi casa, que a diferencia de lo que imaginé para esta tan esperada edad, sigue siendo la de mis padres. Y por último me traje al perro a dormir como cada noche al cuarto, porque de hijos obviamente de acá a mil años ni hablemos.

Pero del mismo modo que llegaron muy distintos a la forma en la que los esperaba, estos veinticinco vinieron con muchísimas enseñanzas que me dieron la tranquilidad de que, al final, no cumplir las metas no siempre es tan grave.

Si hay algo que me tocó aprender en estos pocos días que van pasando, fue el dejar de querer guionar mi vida como si fuera una película. Por mi forma de ser, siempre fui de las que antes de empezar a escribir el guión ya tiene preparada una secuela. Pero al fin y al cabo la vida es una historia con demasiados personajes y situaciones, y pretender controlar eso termina siendo tan cansador como desmotivador. Además de que las metas impuestas por la sociedad ya son tantas, que presionarnos todavía más es hacernos a nosotros mismos eso que no nos gusta que nos hagan.

También aprendí acerca de la magia de dejar que todo fluya y lo lindo de que las cosas se den solas. A veces tocan las buenas y otras no tanto; pero no saber a lo que nos estamos enfrentando termina generando mil emociones más que habernos sentado a esperar que la vida nos dé eso que ya sabíamos que nos tocaba. 

Y porque no todo es malo, así como este año me tocó perder a la amiga de la que aprendí más cosas en el mundo, hace unas semanas la vida me regaló una nueva amiga que me enseñó de un superpoder que TODOS tendríamos que tener el mundo: el del amor propio. Ese amor que siempre tenemos último en el orden de prioridades pero que es el único que nos va a permitir llegar tan lejos como deseemos cuando entendamos que para dar a todos los demás, primero hay que saber darse a uno mismo.

Entendí que cosas llegan por algo y por algún motivo será que el universo quiso desafiarme a enfrentar una realidad que no es la que hubiera soñado. Pero es que la vida nunca es lo que soñamos, sino que lo que nos pasa y lo que decidimos hacer con ello. 

Seguramente este era el plan que el mundo tenía para mi a esta edad y que, por querer que todo se de siempre a mi manera, no pude ver que las cosas forzadas no solo no tienen el mismo gusto, sino que ni siquiera tienen sentido. Y así, con el dolor de todo lo que perdí en este año y las decenas de enseñanzas que vinieron con eso, es que me tocó llegar a los veinticinco. Sin ningún compañero de vida, todavía viviendo en lo de mis padres y más que lejana a la posibilidad de ser una madre joven. Pero con mi familia que me está acompañando más que nunca, los mejores amigos que podría pedir, un angelito que me cuida siempre y tantas oportunidades de crecer en el trabajo que no se por donde empezar. 

Y hoy, con estos veinticinco años recién estrenados, tuve el lujo de reencontrarme con algo que no estaba en mis planes pero que me llena mucho más que todo eso con lo que alguna vez había soñado: la magia de dejarse sorpender.

*Para los que no saben, Susanita es un personaje de caricatura de la tira Mafalda que se destaca por su permanente deseo de casarse, tener hijos y asumir el rol de madre.