Hace un año empezaba el viaje más largo de todos. Un viaje que duró seis meses y que terminó siendo la mejor experiencia de mi vida: mi viaje de intercambio.

Después de meses y meses buscando todo tipo de alojamientos por internet, llegué a Milán el 29 de agosto de 2017, sin casa. Ahí pasé la peor primer semana que me podía tocar, golpeando hasta la última puerta y caminando más de 12 horas seguidas (y no fueron más porque en Italia todo cierra temprano) para encontrar un lugar en el que quedarme; obviamente ya siquiera sin pretensiones de algún tipo. Me desesperaba levantarme cada día sin saber hasta cuando iba a estar en esa situación. Había llegado a Milán, pero todavía no estaba ahí.

Al cumplir la semana no aguanté más y le pedí a una de mis mejores amigas, que vivía en Suiza, para irme el fin de semana a su casa. Para mi suerte, ese abrazo que me hacía falta estaba a una hora de tren y unos pocos euros de distancia. Llegar a su casa fue un antes y un después. Ahí encontré toda la contención que necesitaba y a mi nueva compañera de apartamento, la cual tenía muchas más herramientas que yo para encontrar un lugar en el que vivir.

Después de eso vino un viaje en familia y la vuelta a Milán, donde sabía que empezaba la etapa de ir a cualquier evento de la universidad con tal de conocer a alguien. Recién ahí me di cuenta de que eran cientos los que estaban en la misma situación que yo. Y entre evento y evento se fue armando el grupo de amigos más increíble con el que podía compartir esta experiencia.

Ahí vinieron los cafés, las juntadas de estudio, los miércoles de pelis, las salidas, los almuerzos con el sushi más feo y barato que existe (obviamente seguíamos yendo por lo segundo) y muchos pero muchos viajes; no importaba a dónde, lo importante era aprovechar que existieran pasajes a cualquier lado por 10 euros. En mi caso, me fui con veintitrés años. Y no se si era porque salí mucho cuando era más chica o porque el precio de los pasajes era tan increíble, pero preferí gastar mis fines de semana en viajes que en boliches.

También vinieron muchos días sola, porque mis únicos conocidos eran mis amigos, y todos teníamos ritmos de vida distintos. A su vez, los dos primeros meses no vivía con nadie, por lo que todo lo que implicara gestiones de la casa dependía de mí. Fueron horas de limpieza, de recorrer toda una ciudad que acababa de conocer para encontrar lo que precisaba en el lugar más barato y, entre otras cosas, me pasee literalmente por todas las comisarías de Milán rogando que me dieran la residencia cuanto antes porque sino no podía salir del país hasta el cuarto mes del intercambio.

Más de una vez escuche a otras personas decir que no entienden eso de irse a estudiar a otro país como “desafío personal”, pero al menos para mi lo era. Seguramente todos los que decidimos irnos lo hagamos por motivos distintos, pero que te descoloca en algún momento me animo a decir que le pasa a todos.

Es que no hay verdad más grande que, que para cada uno su mundo es el mundo. En otras palabras, todos vivimos las mismas cosas de distinta manera. Porque aun con todo resuelto, no es fácil estar lejos de tu familia, de tus amigos, de tu novio, de tu cultura y de la comodidad de siempre. Porque no todo es tan lindo, perfecto y fácil como decidimos mostrarlo en las redes; en Milán también vi calles sucias, conocí a gente que era mejor no conocer y tuve días en los que no quería levantarme de la cama.

En esos seis meses sentí emociones más profundas que en todo el resto de mi vida. Entendí que el mundo es tan grande que nunca terminamos de conocerlo y que siempre hay alguien del que aprender. Me reí hasta que me doliera todo el cuerpo y registré cada momento de esos. Pasé por primera vez Navidad y Año Nuevo lejos de toda mi familia. Lloré por extrañar y también por la culpa de no extrañar a nadie.

Aprendí a valorar mi país como nunca. Entendí que poder ver el mar todos los días es un privilegio que acostumbramos a dar por sentado. Me dediqué seis meses a hablar de la rambla, del dulce de leche (si, siempre pienso en comida) y del país increíble en el que vivo.

Viajé, estudié, caminé, conocí, hable muchísimo y escuché otro tanto. Fui a ver fútbol, visité a amigos que estaban viviendo lo mismo que yo pero en otros lugares y me visitaron muchas personas importantes para mí. Limpié, cociné, alguna vez salí, no me saltee ninguna siesta, comí como si me prepara para hibernar, tomé mucho café y seguí viajando.

Y aunque siempre creí que lo difícil sería irse, adaptarse a una ciudad nueva y empezar de cero, si hay algo de lo que hoy estoy segura, es de que lo más difícil es volver.