Nunca fui una experta en andar a caballo, pero si hay algo que me quedó claro de todas las veces que lo hice es que si al animal no le explicás quién está a cargo, entonces pasa a estarlo él.
Hace un tiempo, hablando con una persona de la que aprendo mucho, tuve la oportunidad de reflexionar justamente sobre eso: la importancia de tomar las riendas en la vida, algo que, hasta hace un tiempo, confieso que no hacía.
A lo largo de mi vida, frente a cada desafío que se presentó, lo más difícil fue siempre saber qué lugar quería ocupar: ser la que calla lo que piensa y quiere o ser la que dice todo y hace lo que de verdad siente.
Por miedo a lastimar, a perder lo que ya tenía o a no saber qué hacer, fueron infinitas las veces en las que dejé que otra persona o “el destino” decidiera. Lo hice para evitar culpas y para convencerme a mí de que lo mejor es que todo fluya y que las cosas encuentren solas su lugar.
Pero aprendí que no siempre es mejor así.
Porque cuando ese “que todo fluya” termina implicando que otro tome una decisión por vos o controle algo que vos podés controlar de tu propia vida, entonces no estás haciendo las cosas bien. No por orgullo, sino porque tenemos que ser nosotros mismos quienes decidan el rumbo de nuestro camino. En otras palabras: ser quienes elijan las causas y consecuencias de nuestras acciones y tener la tranquilidad de que, incluso si termina pasando lo que no nos gusta, siempre tuvimos el control de la situación. Un control que puede ser compartido pero que jamás puede ser solo de los otros. Unas riendas que implican muchísima valentía tomar, pero que vale la pena agarrar fuerte.
Tomar las riendas es alejarte de quienes no suman. Es renunciar a ese trabajo que te hace tanto daño o hacer todo lo que esté a tu alcance por retomar ese vínculo que te hacía tan bien. Es agarrar el futuro por el mango y marcar cuál va a ser el camino.
Confieso también que hasta el día de hoy me cuesta pero, desde que recibí ese consejo, al menos creo estar más atenta.
Aprendí que si un vínculo no funciona, no hay que esperar a que el otro decida si vale la pena repararlo. Que si sentís que un lugar en el que estás no es para vos, es más sano juntar las fuerzas para irte que quedarte hasta que te termine echando la situación. Que si algo no te deja dormir por las ganas que tenés de hacerlo, no podés quedarte sentado esperando que llegue la oportunidad; porque lo más probable es que sola no llegue nunca.
Aprendí que lo que no se cultiva, se pierde (y no lo digo por todas las plantas que tristemente cayeron en mis manos). Que cuando uno no decide, hay alguien o algo decidiendo por él. Y que donde más tendemos a fallar es en creer que somos más buenos por dejar que las riendas las lleven los demás. Porque dejar que otro decida por uno no es ser bueno, es ser egoístas con nosotros mismos.
También aprendí que muchas veces las cosas sí se pueden arreglar, hablar o acomodar. Porque no todo es irreparable y porque, incluso cuando hay cosas que sabemos que nunca van a ser iguales, por lo menos, podemos hacer que se vivan desde un nuevo lugar.
Tomar las riendas no es fácil, en absoluto. Implica asumir que vamos a ser los responsables de nuestra propia decisión. Pero también significa tener la tranquilidad de elegir aceptar el lugar donde nos toca estar.
Al final del día, lo importante no es si todo parece solucionable o no, sino que decidir nosotros agarrar esas riendas para transformar lo que sea que estemos llevando en algo mejor. Porque, por más distinto que pueda ser el final, si la decisión la tomamos nosotros, entonces siempre va a haber sido una buena decisión.