Sé lo que es que una decepción te cueste tanto que te quite hasta el sueño, esa angustia que te despierta a cualquier hora sin dejarte ni siquiera las ganas de volver a dormir.
Sé lo que son las noches cortas y cómo duelen todavía más que esas largas en las que no podemos hacer otra cosa que dar vueltas en nuestra cabeza sin llegar a ningún lugar.
Sé lo que es que te despierte el vacío del pecho, ese dolor que consume sin tener una mínima idea de cuando va a parar.
Sé lo triste de despertarte sabiendo que si, que un día más todo eso que duele es real. Y qué lindo sería que en muchos sentidos no lo fuera.
Pero creo que también de eso se trata: de no poder esquivar las cosas y, como me digo siempre, de “darse la cara contra la realidad”. Porque aunque sé que eso desgasta y cansa como pocas cosas, también sé que es la única forma de algún día lograr avanzar.
Porque si el dolor que sentimos no nos atraviesa, es solamente porque nos está pasando por al lado para terminar encontrándonos más adelante en otro lugar.
Y si hay algo de bueno en todo esto de no poder dar vuelta la página es el saber que estamos justamente donde tenemos que estar.
Si, estar donde hay que estar, muchas veces duele. Pero duele todavía más el saber que, por no habernos dado el tiempo de transitar lo que nos pasa, no vamos a salir nunca de ese lugar.
Sin duda, me gustaría saber la receta para poder vivir el dolor en la justa medida: esa medida que te afecta pero no te impide dormir, que no se aparece en tus sueños para transformarlos en la pesadilla que está siendo la realidad, la medida que te deja seguir la vida con normalidad.
Pero si tuviera que consolarme con algo me diría a mi misma que, por suerte, esa receta no existe. Porque, de ser así, difícilmente algún día sepa juntar yo sola todo lo que se necesita para salir de este lugar.
Así que no, la receta no la sé. Y en el fondo lo agradezco porque esto es lo que hoy me toca atravesar.
Y si bien hoy me duele estar de nuevo en este lugar, aprendí que los duelos no tienen tiempo y respetar eso va a ser mi principal obligación para conmigo misma cada vez que alguien quiera a la fuerza moverme de la etapa de este camino en la que me toca estar.
También, entendí que nadie es realmente capaz de entender del todo el dolor ajeno (ni siquiera cuando se trata de una situación similar), por lo que tengo que ser muy cuidadosa con las lecciones ajenas que me permito recibir.
En esta vida hecha de emociones y afectos, difícilmente dos personas puedan transitar un mismo dolor desde el mismo lugar. Por eso hoy la promesa que me hago es esa: seguir confiando en la ayuda a la que acudo en cada etapa y respetar mis tiempos sin importar si los demás entienden que es momento de dar un paso más.
Los duelos se duelan, se viven, se atraviesan. Son como ese juego de aguantar la respiración cuando estás en un túnel sin saber cuando vas a llegar a la luz del final.
Porque por más desesperante que sea seguir recorriendo sin saber cuanto aire te queda, algo seguro es que volviendo hacia atrás para respirar, nunca vas a ver el final.
Así que cuando cueste, cuando duela, cuando canse, que tu única tarea sea seguir a tu ritmo pero hacia adelante. La luz siempre encuentra su forma de llegar.